Mi abuela por Navidades o por mi cumpleaños me regalaba un desodorante o similar. Por ningún motivo, otro día un microondas o un cubo de fresas. Pero el último regalo que me hizo fue una tumba.No hay cruces. No hay figuras de ningún tipo, solo es un campo lleno de flores donde el cielo no se interrumpe con nada.
Muchas veces la llevaba en mi coche hasta allí, la dejaba en la puerta con su bañador negro con corpiño a lo Madona, su toalla pareo de anclas y su sombrero de paja. Mate en mano se tumbaba en su/nuestra tumba a tomar sol y a leer las revistas danesas que aún después de morir le siguieron llegando desde aquel lejano país que la viera partir. Nunca quise acompañarla (quizás no quería saber lo que era y es obvio y natural a ciertas edades). Me decía que si lo estaba pagando por qué no disfrutarlo en vida?. La solía recoger en la puerta hora y media después.
A veces me contaba a quien teníamos de vecino nuevo, otras que la habían visitado muchos pajaritos y así poco a poco me fue transmitiendo esto que por obvio no es más fácil …Que todos nos vamos a morir.Le pregunte el por qué de ese regalo? Y sin levantar la vista del paisaje, muy cómoda en el asiento del copiloto contestó: “Hay tres lugares allí, esta el mío, al lado el tuyo y después ya veremos. Al lado mío el tuyo,porque vamos a criticar al de al lado y yo no quiero estar con el cuello torcido de por muerte.
Me pareció lógico y me gusta tanto pensar que va a ser así que nunca me atreví a constatar con papeles si ese lugar era mío. Ella mentía mucho, y yo siempre siempre siempre le creí.